Xenia Ortí lleva cuatro años tatuando, pero su historia con el arte viene de mucho antes. Fue estilista, directora de arte, niña obsesionada con Dalí y —lo confiesa— jugaba a crear mundos desde pequeña. Para ella, el arte no es una afición, es una necesidad vital. “Todos los niños crean. La cosa es mantenerlo”. Y Xenia lo hace. Con aguja, con resina o con camisetas.
Si has crecido en un pueblo lo más probable es que vieses muchos tribales decorando coches, camisetas y cuerpos. Si es así entenderás por qué Xènia siente esa estética como algo que la representa. “Es de dónde vengo y de cuándo nací”, dice. Su estilo se mueve entre el neotribal, el fineline y el sigilismo —esa corriente visual abstracta y afilada. Trabaja a freehand, sin calco, para que el diseño se adapte al cuerpo como si siempre hubiese estado ahí. A veces incluso tatúa en blanco, dejando marcas que parecen cicatrices más que tinta. Y sí, su arte tiene algo de eso: de cuerpo que recuerda, que invoca, que transforma.
Xènia no cree en una belleza universal, pero sí en la estética como lenguaje. Dice que tanto en tattoos como en ropa, el orden de los elementos y los colores pueden hacer que algo resuene. Que algo “te entre”. Sus composiciones —como que su forma de hablar— son meditadas, pero con esa espontaneidad que solo tienen quienes escuchan de verdad. Tatuar, para ella, es jugar con el cuerpo como superficie sagrada. Una forma de canalizar lo que está entre el mundo espiritual y el terrenal. Porque lo experimental para ella es vivir el arte como proceso.
Así es Xènia Ortí: una tatuadora que entiende el tattoo como una parte del todo, que cuida lo invisible. Y si estás buscando un tatuaje que no se parezca a ningún otro, probablemente ya sepas dónde encontrarla. En el Tattoox Club de Barcelona.