Nadie se lanza al arte para ganarse la vida. Se hace, como Amat, para sentirse vivx o como se suele decir: «por amor al arte». Desde pequeño fue de los que no hablaban mucho. Y así convirtió el dibujo en algo más que un hobby, porque con él llegaba a donde sus palabras no alcanzaban. Ha probado de todo: graffiti, pintura, alfombras, y cómo no, tatuaje. Pero dice que nunca hubo ninguna estrategia detrás. Lo hace porque le nace. “Me apetece pintar, pinto. Me apetece tatuar, tatúo”. Así de sencillo, así de libre. Esa es la pulsión creativa que le mueve, expresarse.
Amat no decidió ser artista. Lo necesitaba. Desde pequeño, cuando las palabras se le quedaban cortas o se le atragantaban, el arte fue la vía para sacar lo que tenía dentro. No empezó por querer ser tatuador. Empezó por dibujar. Luego vinieron los muros, los pinceles, los objetos, las alfombras. Todo con el mismo motor: una pulsión creativa que no pide permiso. Lo que hay es una relación honesta con el deseo. Y una constante ampliación de su forma de estar en el mundo. Por eso su trabajo no sigue una fórmula reconocible. Porque no responde a la lógica de un mercado, sino a la de un impulso. El arte, en su caso, no es un resultado: es una condición de posibilidad.
Para Amat tatuar es enfrentarse a un medio que aún arrastra ciertos códigos cerrados. En un entorno donde lo nuevo se mira con desconfianza, él propone otra cosa: tender puentes. No desde la condescendencia ni la provocación gratuita, sino desde el convencimiento de que la evolución no niega el pasado, lo expande. Su discurso no es el de quien quiere derribar lo establecido, sino el de quien quiere actualizarlo. “Puretas y jóvenes tenemos que escucharnos”, dice. Porque el respeto a las generaciones anteriores no significa replicarlas sin pensar. Y la innovación no debería ser vista como amenaza. En su práctica, eso se traduce en una estética propia, que no responde al estilo de moda, pero que tampoco intenta hacerse notar. Simplemente sigue esa necesidad de decir algo que no se ha dicho todavía. O de decirlo de otra forma.
Hay un momento que marca el inicio de todo: grafiteando en una azotea, en plena tensión nocturna, se agacha, ve pasar un coche, y al alzar la vista, ve el cielo estrellado. Esa imagen —mínima, intensa e íntima— se le clava como revelación. Desde entonces decide apostar por lo que le da sentido. Por eso, aunque su obra parezca dispersa (tattoo, mural, objeto, diseño…), todo está conectado por el mismo núcleo: una necesidad vital. No busca grandes conceptos ni se acomoda en la producción constante. Se permite parar, dejar espacio, no crear cuando no toca. Y eso también es una toma de postura. En un contexto que exige rendimiento constante, Amat defiende el derecho a hacer las cosas porque sí. Porque algo dentro lo pide.