No son las flores más comunes.
Ni las más discretas.
Tampoco las más fáciles de olvidar.
Las lilium —o lirios— tienen algo de antiguo, de noble, de sagrado.
Y cuando decides tatuártelas, no estás hablando solo de una flor.
Estás diciendo: renací.
Me limpié de todo lo que dolía.
Ahora florezco, pero a mi manera.
Porque no todo lo bello es frágil.
Y no todo lo puro es blanco.
El lilium, desde tiempos griegos y egipcios, ha sido símbolo de pureza,
renacimiento,
y hasta sexualidad divina.
Sí, divina. Porque era flor de dioses.
De Hera. De Isis.
De todas las mujeres que parieron mundos desde su vientre.
Un tatuaje de lilium no es solo estético.
Es una declaración de fuerza suave.
De esa delicadeza que también sabe decir “hasta aquí”.
Aquí no hay reglas, pero sí posibilidades que dicen cosas distintas:
Es una marca silenciosa de lo que has superado.
O de lo que has elegido conservar.
De tu forma de amar,
de florecer,
de sostenerte incluso cuando todo arde.
Un lilium tatuado no pide atención.
La merece.
Por lo que representa.
Por lo que calla.
Por lo que te hace sentir cuando lo miras.