Los tatuajes nos han acompañado desde el inicio de la humanidad. La prueba está en Ötzi, un pastor del neolítico de hace más de 5.000 años. Su cuerpo momificado apareció en los Alpes. Los científicos le encontraron 61 tatuajes de líneas y cruces, distribuidos sobre todo cerca de sus articulaciones. Como el cuerpo mostraba signos de artritis, la teoría actual es que esos tattoos no eran simples adornos sino una forma primitiva de acupuntura que podría haber servido para aliviar sus dolores en las articulaciones. Y esta fue la primera persona tatuada de la que tenemos constancia.
La Doncella de Hielo fue una joven princesa nómada de hace 2500 años con dibujos sorprendentes en la piel. Sus tatuajes representaban criaturas míticas –un ciervo fantástico con pico de grifo y cuernos de cabra montesa en el hombro. La arqueóloga rusa Natalya Polosmak señala que para ese pueblo los tatuajes tenían un sentido estético y de prestigio social; eran un símbolo de belleza y pertenencia tribal, hasta el punto de que cada diseño identificaba la procedencia de la persona.
Y no solo Ötzi o la princesa siberiana se tatuaban. En el antiguo Egipto también le daban a la tinta con fines rituales. Sacerdotisas como Amunet, devota de la diosa Hathor, llevan puntos y líneas tatuados desde la XI dinastía. De hecho, se han hallado tatuajes en la zona lumbar y pelvis de momias femeninas vinculados a la misma Hathor, diosa de la fertilidad. O sea, las egipcias inventaron el primer tramp stamp sagrado mucho antes de Britney. Aquellas marcas en la parte baja de la espalda servían como amuleto mágico de protección durante el embarazo y el parto. Quién lo diría, resulta que el tramp stamp no viene de los años 2000 si no de hace 3000 años.
En Mesoamérica, por ejemplo, los aztecas tatuaban incluso a lxs niñxs con imágenes de sus diosxs para honrarlos. Era parte de ceremonias religiosas, todo un honor llevar en la piel símbolos de Quauhtli u otras deidades. Al otro lado del mundo, los guerreros maoríes de Nueva Zelanda se tallaban la piel con intrincados diseños faciales (ta moko) y corporales para marcar el paso a la madurez y conectarse con sus ancestros.
En África, pueblos como los masái de Kenia o los nuba del Sudán optaron por la escarificación en vez del tatuaje con tinta. Sobre piel oscura las cicatrices destacan más que la tinta, así que se hacían cortes controlados para formar patrones que señalaban valentía, madurez o estatus.
Por su parte, en Asia las mujeres de la etnia Chin (Myanmar) llevaban orgullosas sus caras totalmente tatuadas. Según la leyenda, empezaron a hacerlo para volverse “menos guapas” y así evitar que un rey las raptara. En resumen, desde Europa hasta Oceanía, casi no hay cultura ancestral que no haya usado la piel como lienzo para sus creencias.
No todo en la historia del tatuaje fue arte o ritual. En las Antiguas Grecia y Roma el tatuaje tomó un giro oscuro y pasó de ser mágico a ser punitivo. Lxs griegxs conocieron la técnica a través de lxs persas, que tatuaban a sus esclavxs y prisionerxs, y adoptaron esa costumbre con aversión. Para el siglo V a.C., marcar la piel era un castigo reservado a delincuentes, esclavxs fugadxs y prisionerxs de guerra – una humillación permanente que los identificaba como propiedad o como personas de segunda. De hecho, la palabra stigma nació en esa época para referirse a esas señales infames. Lxs romanxs heredaron esta práctica y la refinaron: tatuaban letras o frases en la frente de esclavos rebeldes. También marcaban a soldados desertores o criminales reincidentes, no fuera que alguien los tomara por gente decente. Aquello no era un tatuaje artístico, era un sello de vergüenza. Tan arraigado estaba el asunto que el emperador Constantino, tras abrazar el cristianismo, tuvo que prohibir en el año 316 que se siguiera tatuando la cara de lxs esclavxs. Quería borrar ese rastro de barbarie, aunque la palabra estigma nos siga recordando el origen infame de algunos tatuajes. Paradójicamente, lo que para griegxs y romanxs era signo de deshonra, siglos después se convertiría en símbolo de rebeldía y estilo. Cosas de la historia.
El tatuaje dio un salto al futuro en el siglo XIX gracias a la tecnología (y a un poco de ingeniería casera). Todo empezó en 1876, cuando Thomas Edison inventó una pluma eléctrica perforadora de papel para hacer copias. Cero glamour, pero buen punto de partida. Un avispado artista neoyorquino llamado Samuel O’Reilly vio potencial en aquel artilugio: “¿Y si en vez de perforar papel, agujereamos piel?”. Ni corto ni perezoso, en 1891 adaptó la idea, le añadió aguja hueca y depósito de tinta, y patentó la primera máquina de tatuar eléctrica. ¡Bingo! La era del tatuaje moderno arrancaba con ese zumbido. Edison inventó la bombilla, pero O’Reilly nos dio la luz.
La fiebre inventiva siguió a tope. Apenas unas semanas después de la patente de O’Reilly, en Londres un tal Thomas Riley improvisó usando la bobina de su timbre doméstico y creó la primera máquina de tatuaje electromagnética de bobina. Otro británico, Alfred South, subió la apuesta con una versión de doble bobina que tenía más potencia y velocidad. Eran aparatos tan pesados que tocó colgarlos del techo con muelles para no destrozarle el brazo al tatuador, pero funcionaban. En 1929 llegó Percy Waters con mejoras clave. Reubicó mejor las bobinas, añadió un interruptor de apagado y protección anti-chispas. Básicamente diseñó el modelo estándar en el que se basarían casi todas las máquinas posteriores.
Pero la inventiva no se limitó a los talleres legales. En las prisiones de medio mundo, los reclusos se montaron sus propias máquinas DIY con lo que hubiera a mano: motores de walkman o maquinilla de afeitar, un boli, agujas hechas con muelles de mechero o cuerdas de guitarra… . Ahí nació el black & grey y ****de las cárceles se convirtió en tendencia fuera, influenciando estilos como el fineline y el realismo.
Un poco antes de que el tatuaje se volviese popular en las prisiones, hubo un personaje clave en el nacimiento del tatuaje moderno. Fue Sailor Jerry (Norman Collins), considerado el padre del estilo “Old School” tradicional americano. Jerry, veterano de la marina, abrió su estudio en Honolulu en los años 30 y empezó a tatuar a marineros que buscaban símbolos de identidad y suerte antes de ir a la guerra. Anclas, golondrinas, águilas, corazones con la palabra “Mom”. Sus diseños eran sencillos, llamativos y resistentes al paso del tiempo. Como buen pionero, Sailor Jerry innovó en técnicas: introdujo agujas desechables, tintas de color como el púrpura, mejoras de higiene y sobre todo difundió la idea de que tatuarse podía ser un arte accesible para todxs, no solo cosa de proscritos. Muchos otrxs artistas copiaron sus diseños, pero eso solo demostraba cuánto gustaban. Sin duda, el legado de Jerry sentó las bases de la escena del tattoo moderno.
Mientras el tatuaje florecía en EE.UU. y Asia, Europa también vivió su propia revolución de tinta de la mano de artistas visionarixs. Un nombre imprescindible es Filip Leu (miembro de la legendaria familia Leu). Este tatuador suizo, nacido en 1967, se ganó fama mundial como el “maestro de los dragones” gracias a su estilo único que fusiona la estética tradicional japonesa con la europea. Sus obras son grandes, detalladas y vibrantes – especialmente sus dragones y criaturas mitológicas, que parecen cobrar vida en la piel. Filip (hijo de Felix Leu, otro histórico del tattoo) comenzó a tatuar de adolescente viajando por el mundo con sus padres artistas. Acabó fundando el estudio Leu Family Iron en Lausanne y entrenando a toda una generación de tatuadorxs europexs. Entre sus discípulos destaca nuestro pionero español: Mao Pérez.
Mao Pérez nació en España pero se crió en Suiza, donde aprendió el oficio nada menos que con Felix Leu (el padre de Filip). Con esa escuela, a principios de los 80 decidió traer el arte del tatuaje a una España que apenas lo conocía. Montó su maleta, su moto y su máquina, y se lanzó a la aventura. En 1986, Mao inauguró el primer estudio de tatuajes en territorio español, cerca de la base naval de Rota, Cádiz. No podía haber elegido mejor sitio porque los marineros estadounidenses fueron sus primeros clientes fieles, ansiosos de tatuarse águilas, rosas, sirenas y el nombre de su novia antes de zarpar. Junto a su compañera Cathy, Mao recorrió luego otros puertos llevando la buena nueva del tatuaje profesional. Finalmente en 1992 abrió Mao & Cathy Tattoo en Madrid, el primer estudio de la capital. Aquello marcó un antes y un después. De repente futbolistas, rockerxs y gente de a pie se animaba a decorar su piel. Mao formó a una camada de artistas locales, compartiendo técnicas e inspiraciones que recogía de sus viajes por convenciones internacionales. Gracias a figuras como él, el tatuaje en España salió de la sombra marginal (durante el franquismo era casi tabú) y se convirtió en un arte urbano aceptado. Gran parte del crédito es de aquellxs locxs apasionadxs que abrieron camino demostrando que la tinta une pasado y futuro, tradición y rebeldía, en un mismo trazo.
Tan antiguo como el tiempo, tan moderno como el mañana, el tatuaje ha recorrido un largo camino desde Ötzi hasta nuestros días, y la historia todavía continúa.